Las medallas (parte 2)
Antes que nada, quiero aclarar que la siguiente reflexión la hago desde la tribuna de quien no ha corrido un maratón (pero ha corrido un medio maratón). Si, desde tu experiencia como maratonista, hay cosas con las que no coincides, agradeceré tu comentario. Ten por seguro que regresaré a revisar estas líneas a finales de Abril (cuando, Dios mediante, haya completado el Maratón de Londres).
En algún momento de mi vida, tuve la oportunidad de hacer teatro (sobretodo musicales). Ahí descubrí que existe una relación muy especial entre el actor y el público. Un actor busca ser el centro de atención del público. No me refiero a que un actor con un papel no protagónico se robe la escena. Al contrario, un buen actor busca ser el centro de atención durante sus líneas y su presencia en escena, para que el público vea al personaje (y no al actor). De alguna forma, el actor transmite su energía al público a través del personaje. Y el público, con sus reacciones, retroalimenta al actor.
Sin embargo, esa misma dinámica puede funcionar sin público. Un actor sin público puede ser más auténtico cuando no necesita esa retroalimentación. Un actor que logra mantener su nivel de energía actoral al máximo durante toda una obra, sin necesidad de tener público, tiene una actuación más honesta e íntima. El actor se basta a sí mismo y no necesita del público, una estatuilla o algún otro premio para motivarlo.
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Photo by Isaac Taylor |
Y es aquí donde hago un salto de fé para hablar de un corredor y la maratón y dibujar un paralelo con el actor.
Para el corredor, intentar un maratón es como subirse a un escenario. Como un actor, el corredor quiere ser el centro de atención pero su público es el corredor mismo. Me explico. El corredor va a dar su máximo esfuerzo para cosechar su trabajo de los últimos meses. Las sensaciones que recoja durante la carrera van retroalimentarle para que vaya ajustando su carrera. El cruzar la meta (y muy posiblemente ver el tiempo que haga) va a ser equivalente al aplauso del público al caer el telón de una obra.
Es cierto que el aplauso del público hace una gran diferencia para el corredor, como comenté en una publicación anterior. Sin embargo, para el corredor, salvo que haya lesiones, terminar o no una carrera dependen en gran medida del esfuerzo puesto en la preparación. Y por eso, un corredor es como ese actor sin público: su esfuerzo, canalizado durante toda la carrera a través de las piernas y la respiración, va a tenerse a sí mismo como público de su propia carrera.
Al final del día, el corredor de verdad sabe si dió su máximo esfuerzo, sin importar si ha roto su marca personal. Las sensaciones al cruzar la meta son el reflejo del esfuerzo en el entrenamiento y en la carrera. Y, así como el actor que no necesita del público, el corredor no necesita de la medalla.
Sé que esto, al menos de inicio, contradice mi penúltima publicación donde dije que "esa medalla es la recompensa a la preparación previa a la carrera, reflejada en el hecho de haber cruzado la línea de meta. No es premio a ser el más rápido, es el premio a ser una mejor versión de mí mismo".
No es una contradicción.
La satisfacción de completar una carrera y ver el fruto de semanas de entrenamiento es algo interno. No hay forma de ver esa satisfacción en el corredor más allá de una sonrisa o el lenguaje corporal al final de la carrera. El corredor no necesita una medalla para sentirse satisfecho de su carrera. Sin embargo, con el tiempo las emociones de una carrera ya no están a flor de piel.
Y es aquí donde la medalla cumple su función. Una medalla es el símbolo externo que permite al corredor mostrar a otros su satisfacción, incluso años después de la carrera. Al mismo tiempo, esa medalla sirve como el catalizador para traer de vuelta las emociones de aquella carrera.
Del mismo modo que un álbum fotográfico nos ayuda a evocar memorias, la medalla es el artefacto físico que permite que el corredor traiga desde lo más profundo de la memoria aquellas sensaciones al finalizar esa carrera.
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