Recordando el Maratón. Hambre y huevos escoceses.

El héroe que salvó el día

Cuando entrenaba para el maratón, no les conté de un fenómeno que "sufrimos" los maratonistas aficionados: un hambre voraz tras correr un fondo.  Cada que salimos a correr un fondo de más de 20 kilómetros, terminamos con muchísima hambre (¡y comemos como trogloditas después de entrenar!).  Esto se explica por el hecho que, con el esfuerzo, el cuerpo consume la reserva de glucógeno y empieza a quemar otras reservas como grasas. Obviamente, el consumo calórico acumulado es elevadísimo y eso hace que el cuerpo busque recargar energía (y por eso el hambre).

Ahora, en un maratón puede darse un fenómeno conocido como el "muro". Básciamente, cuando se agota el glucógeno y no hay más reservas de energía, o cuando se han perdido demasiado electrolitos, el corredor 'puede sufrir mareos o una debilidad generalizada que le impide seguir corriendo.

Bueno, en plena carrera coquetée con el muro. Me di de topes con él... pero al menos no me reventó, gracias a un elemento nutricional al que jamás había pensado recurrir.

Yo había hecho mi planeación nutricional (cuántos geles, cuántas barras de energía, etc), pero no quería cargar más de la cuenta, así que, a la mexicana, empecé a quitar y poner cosas en el último momento y terminé cargando menos geles de los que planeaba usar, pensando en que usaría los que nos dieran en las estaciones de suministros.  

A toro pasado, están claros los riesgos que tomé:

  • No sabía nada de los geles que nos darían (ni la marca ni el sabor).  Problema: los geles eran de la mitad del volumen de lo que yo traía pero con el mismo valor nutricional. Es decir, los geles estaban al doble de concentrados.  Al primer bocado la boca se sentía pegajosa y era tanta azúcar que quedé empalagado.
  • No contaba con los dulces que el público ofrece a los corredores en plena carrera.  Comí muchos dulces. Demasiados.  Comí más gomitas y caramelos en los primeros 20 kilómetros que en los seis meses previos.  Obviamente, llega un punto donde el cuerpo ya no quiere más azúcar porque no está acostumbrado.
  • Mi plan nutricional estaba limitado a la cantidad total y no a los tiempos y cantidades kilómetro por kilómetro.  Muchos corredores tienen un programa donde deciden comer una barra de energía cada x cantidad de kilómetros y un gel cada y kilómetros. 

Fue por ahí del kilómetro 26 donde empezaron los problemas. Ese tramo del recorrido es en la zona de Milwall, antes de entrar a Canary Wharf (el distrito financiero nuevo).  En algún punto empecé a sentir punzadas ligeras en el músculo arriba de una rodilla. Nada nuevo. Durante algunos entrenamientos había tenido esa sensación y desaparecía si me limitaba a caminar por 300 a 500 metros.

Pero esta vez las punzadas tardaron en irse.  Y cuando creía ya podía retomar mi paso, no sentía la energía. Tenía hambre. ¡Mucha hambre!  Y para colmo, me olía a carne asada porque en algunas partes de Millwall había gente cocinando en el parque.  Por otro lado, ya estaba harto de los geles. No quería saber más de nada que supiera dulce.  Era tal mi desesperación, que cuando pasamos frente a un pub donde cocinaban salchichas y hamburguesas en la banqueta, ya tenía mi dedo dentro de la bolsa del cinturón donde traía la tarjeta de crédito. ¡Sí!  A medio maratón estaba a punto de pararme a comprar algo de comer.

Ese momento fue como un latigazo que me hizo darme cuenta que estaba a punto de cometer un error. Sí, tenía hambre. Sí, aún faltaban 14 kilómetros. Pero no sabía qué podría pasarme si comía algo pesado. Podría empeorar mi estado físico y desencadenar una serie de eventos que me impidieran terminar.  Así que empecé a tratar de recuperar el paso.  Hacer aunque fuera algo de jeffing para, poco a poco, retomar el paso.  

Pude alejarme de la tentación de la hamburguesa, pero no pude recuperar el paso.  Luego vino Canary Wharf, donde trabajé por varios años.  Esa zona es un verdadero túnel de viento. Con los rascacielos y los canales navegables es muy fácil que en algunos tramos se formen corrientes de aire frío.  Esta vez no fue la excepción.  Pasé por varios tramos donde sentí un frío que caló hasta los huesos.

Arrastrando mi alma por Canary Wharf

Ahí fue donde pensé que debía ver la carrera como una serie de esfuerzos de un par de kilómetros a la vez.  Conocía bien Canary Wharf, así que podía visualizar como saldríamos de ahí.  Después seguía East India Dock Road y el camino de vuelta a Tower Bridge. Después sería el camino por el Támesis hasta el Parlamento, y así hasta la meta.

Como por obra divina, salió el sol cuando salíamos de Canary Wharf.  Un calor leve reemplazó a ese frío tan terrible.  Y fue ahí, donde un miembro del público ofrecía los últimos dos huevos escoceses que le quedaban. Era el kilómetro 32.  No lo pensé. Era comida. Era algo salado. Lo necesitaba. Lo pensé por un momento y me acerqué ala orilla. Agarré el último que le quedaba.

Un mordizco. Dos.  Sentía podía devorarlo en tres bocados.  Podía comer otros dos si los tuviera a la mano. Pero sabía me arriesgaba. Me podía caer mal y no terminaría la carrera. Posiblemente estaba sentenciando que no podría recuperar el paso en los siguientes 10 kilómetros.

Pero poco a poco fue regresando la energía. Un huevo bastó. El simple hecho de sentir ese peso en el estómago aplacó el hambre. Y poco a poco regresó la adrenalina.  Solo faltaban 10 kilómetros. Empecé haciendo jeffing y dos kilómetros más delante ya iba nuevamente con un trote constante.

Funcionó. ¡El huevo escocés me salvó!  No sé quien haya sido ese buen samaritano, pero le estoy agradecido porque gracias a su generosidad pude recuperarme.

Querido lector, te preguntarás qué es un huevo escocés. Es un platillo tradicional.  Básicamente es un huevo cocido, recubierto de carne molida y luego  toda esa masa va empanizada y frita.  Pura proteína (y algo de grasa).  No es algo que normalmente comería. Incluso hoy sería una de mis últimas opciones a la hora de elegir algo para comer.  Pero ese día me salvó.  Y ahora lo tengo considerado para futuros maratones.



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